Vivimos rodeados de advertencias. "Los niños de hoy no se concentran", "las pantallas los están afectando", "ya no saben socializar". Y aunque estas afirmaciones puedan tener parte de verdad, también forman parte de un viejo ritual: el temor cultural ante cada nueva tecnología que transforma nuestras formas de ver el mundo, de aprender y de relacionarnos.
Cuando la escritura se popularizó, Platón puso en boca del rey egipcio Tamuz una crítica lúcida: la escritura, lejos de ser una medicina para la memoria —como proponía su inventor— sería una amenaza, pues haría que las personas confiaran en lo escrito y no en lo aprendido. Mucho después, la imprenta fue vista con sospecha: se decía que facilitaría la propagación de errores y herejías. Cuando llegó la lectura silenciosa, se le acusó de fomentar el aislamiento. La radio, el cine, la televisión, el cómic, los videojuegos e internet: todos fueron recibidos, en su momento, con una mezcla de fascinación y alarma.
Hoy, el nuevo “culpable” son los dispositivos electrónicos. ¿Son perjudiciales? Es posible. Pero más que preguntar si una herramienta es buena o mala, deberíamos indagar en cómo está transformando nuestros modos de habitar el mundo, y qué papel estamos asumiendo como adultos frente a esa transformación.
Los dispositivos digitales no actúan en el vacío. Sus efectos dependen del contexto: ¿qué tipo de contenido se consume?, ¿cuánto tiempo se usa?, ¿qué experiencias lo acompañan?, ¿existe una mediación crítica por parte de adultos? Así como un libro puede adoctrinar o despertar, una tablet puede enajenar o liberar. Todo depende del uso, la intención y el sentido.
Resulta fácil caer en el juicio moral: “antes era mejor”, “nosotros sí jugábamos en la calle”, “en nuestros tiempos sí sabíamos escuchar”. Pero esa nostalgia suele idealizar el pasado e ignorar que cada generación se forma en un ecosistema distinto. Hoy, la infancia se desenvuelve en un entorno digital que no podemos —ni debemos— simplemente negar o condenar. Más bien, nos corresponde educar en él, no contra él.
Eso implica enseñar a distinguir entre atención dispersa y atención expandida, entre conexión y consumo, entre entretenimiento y alienación. Implica acompañar, no vigilar; orientar, no imponer; y sobre todo, confiar en que lo nuevo no tiene por qué destruir lo valioso, sino que puede transformarlo y enriquecerlo.
Quizá el reto no sea evitar que los niños usen pantallas, sino ayudarlos a usarlas con criterio, con ética y con humanidad. Como en todas las épocas, el problema no es la herramienta, sino el sentido que le damos.