En una escena de la serie Arrested Development (2003), el patriarca de una familia corrupta propone construir un muro en la frontera con México como un truco para obtener contratos del gobierno estadounidense. La idea se presenta con ironía, una sátira evidente sobre los mecanismos de poder, el miedo al otro y la manipulación empresarial. Años después, Donald Trump —empresario devenido en presidente— hace del muro fronterizo su principal promesa de campaña. ¿Casualidad? ¿Plagio inconsciente? ¿O síntoma de algo más profundo?
La política de Trump parece moverse en un terreno donde los límites entre realidad y ficción están borrosos. En lugar de seguir las convenciones de la diplomacia tradicional, opera como si estuviera dentro de un reality show, guiado más por el impacto mediático que por el análisis racional. Su estilo recuerda a lo que Jean Baudrillard definía como simulacro: una copia sin original, una hiperrealidad donde los signos ya no representan la realidad, sino que la sustituyen. Trump no promete un muro real, sino la imagen del muro como símbolo de poder, protección y dominación. Lo importante no es que se construya o funcione, sino que parezca que se defiende la nación.
Guy Debord, en La sociedad del espectáculo, argumentaba que la vida moderna ha sido absorbida por su representación, y que el espectáculo no es una colección de imágenes, sino una relación social mediatizada por imágenes. Trump no gobierna, interpreta el papel de presidente; no negocia, actúa una negociación. El electorado ya no busca ideas, sino personajes reconocibles, frases contundentes, memes compartibles. En ese contexto, políticas como los aranceles o las guerras comerciales se justifican no por su viabilidad, sino por su impacto escénico.
Umberto Eco, por su parte, ya había advertido en Apocalípticos e integrados sobre los riesgos de una cultura masiva que transforma todo en producto de consumo. Trump es, quizás, el primer “presidente pop” en el sentido más literal del término: no surge del partido, sino del plató; no se apoya en instituciones, sino en ratings. La lógica del entretenimiento ha invadido la política, y el votante se ha vuelto espectador de una narrativa donde el drama importa más que la consistencia.
Si el muro, los aranceles, las frases hechas (“Make America Great Again”) o las expulsiones masivas operan como elementos teatrales, entonces estamos ante una forma de poder profundamente postmoderna: una política donde lo simbólico suplanta lo estructural. En lugar de decisiones, se ofrecen guiones; en vez de gobierno, espectáculo. Trump no se comporta como si estuviera dentro de una serie televisiva. Él es la serie.
Lo preocupante es que este fenómeno no termina con su figura. Al contrario: lo inaugura como modelo. Lo que antes era sátira (Arrested Development) ahora es estrategia. La política ya no se inspira en la televisión. La ha absorbido.
¿Estamos preparados para una política donde la ficción dicte la realidad?